miércoles, 19 de octubre de 2011

Contagio

A Steven Soderbergh siempre le ha gustado ser el más listo de la clase y esto lo traduce en jugar al desconcierto, cambiando constantemente de género, de presupuesto y de resultados con films que van desde Ocean’s Eleven o Erin Brockovich a marcianadas como Full Frontal.

Ahora sus aspiraciones son muy altas. Los parecidos de Contagio con su película más premiada, Traffic, son evidentes. Tras la crisis mundial (y posterior escándalo por la alarma ¿injustificada?) que supuso la Gripe A, el director se propone diseccionar los mecanismos de transmisión de un virus altamente contagioso en pleno siglo XXI y cómo occidente podría reaccionar ante una avalancha de muertes y pánico desconocidos en el primer mundo desde hace mucho tiempo. Todo ello cerca del rigor documentado y lejos de las paranoias apocalípticas del cine de terror.

La brillantez de la primera hora es desarmante. Con un pulso envidiable nos introduce en todos los frentes de la situación de emergencia (las autoridades, los medios de comunicación, los investigadores, las víctimas). El problema es que después todos parecemos estar exhaustos, empezando por el propio narrador, y las ambiciones de abarcar demasiado acaban desbordadas. En especial se resiente la descripción del pánico, que queda desdibujada ante la frialdad científica que preside el desenlace.

El reparto es deslumbrante, pero descuellan una sensacional Gwyneth Paltrow (que pide a gritos papeles dignos de su talento que le llegan con cuentagotas) , clave en el relato, y que preside los planos de inicio y de fin de la película; y Kate Winslet, quizá la mejor actriz de su generación, capaz de sobrecogernos con un par de miradas o esa terrible llamada desde la habitación del hotel.

Y el mayor merito de Soderbergh: Salimos de la sala aterrorizados ante la posibilidad de tocar el pomo de una puerta o rascarnos la nariz, como Howard Hughes. Avisados quedáis.

jueves, 13 de octubre de 2011

Nader y Simin, una separación

Los telediarios nos dan una imagen hermética de Irán. Una sociedad integrista e intolerante comandada por fanáticos. Por eso es muy interesante acercarse a una película como esta que, lejos del cine contemplativo que suele llegar desde esas latitudes, nos da una visión interna de lo que realmente sucede en Teherán.

La historia comienza con la separación de una pareja pero, lejos de proponernos un drama matrimonial, el director nos sumerge en la catarata de acontecimientos que surgen tras este divorcio: Una explosiva mezcla de conflictos surrealistas, jurídicos, religiosos y de conciencia que se producen tras un suceso en casa del protagonista, que nos lleva a un desarrollo de cine “de juicios” pero juicios iraníes en la antípodas de lo que solemos ver en las películas americanas.

Con infinita inteligencia, Asghar Farhadi nos propone más de un punto de vista, y nos muestra a unos personajes que no son ni buenos ni malos, sino victimas de sus circunstancias, su sociedad y su educación. Mientras, el espectador asiste estupefacto a la deriva que toma la vida del protagonista, un buen hombre que provoca en un momento de ira justificada una auténtica desgracia a su alrededor cuyas consecuencias se ramifican una y otra vez como en una pesadilla.

Ganadora de todos los premios imaginables en el último Festival de Berlín, no hay que fijarse ni en el horrible cartel ni en un título tan poco atractivo (que parece elegido por el peor enemigo del productor para que nadie vaya a verla). Merece la pena acercarse a la historia de Nader y Simin, que nos ayuda a comprender un poco lo que sucede en un pais para nosotros tan marciano.

domingo, 9 de octubre de 2011

El árbol de la vida

La Palma de Oro en Cannes llegó casi por aclamación para Terrence Malick, que con sólo 5 películas es adorado por la crítica pese a que al público no parezcan gustarle tanto sus propuestas.

El caso mas sonado es éste. Estrenada en multicines y con un cartel que explota al máximo el reclamo de Brad Pitt, atrajo a pokeros y juanis de extrarradio que salen huyendo a la media hora espantados ante las esteticistas imágenes y la sospecha de tener que realizar algún tipo de esfuerzo intelectual. Inmediatamente ponen a caldo el filme en su Facebook.

Y es que Malick nunca lo ha puesto fácil. Si en sus inicios Días del cielo y Malas tierras fueron carne de sala alternativa pese a tener líneas narrativas más o menos convencionales, el regreso tras muchos años de retiro fue La delgada línea roja, alegato antibelicista con toques de anuncio de Timotei (esos columpios y melenas al viento…), que provocó bostezos por doquier entre los no avisados.

Ahora, la reflexión filosófica sobre de dónde venimos y adónde vamos adopta un tono decididamente ambicioso, de obra cumbre, de película total. Media hora para contar cómo nació el mundo y la vida, dos hora para contar por qué Sean Penn tiene un trauma infantil. Nadie puede exigirle prisas a quién decide que cada imagen sea una cuidada lección de cine, que cada gesto nos lleve a una sensación de nuestra vida, que ese padre autoritario nos asuste y le odiemos casi tanto como su hijo, que percibamos suave pero implacablemente cómo la ingenuidad y felicidad de la infancia se tornan poco a poco en el descubrimiento de las miserias humanas, las envidias, la frustración, la infelicidad.

Porque si lo que quieres es droga dura para las neuronas, una aventura tonta o una acción desmadrada no debes ver El árbol de la vida. Sólo si te interesa el cine con mayúsculas, el de gran ambición y grandes resultados, el de imágenes bellísimas, el que busca provocar sensaciones y remover el interior, sólo entonces disfrutaras plenamente de ella. Y eso a pesar de esa playa new age del final…