Con unos títulos de crédito antológicos que, al ritmo de tambores de Semana Santa, nos conducen por un popurrí de imágenes que van de la España Negra a la cañí, de Franco a la Macarena, de la tele de Ibáñez Serrador al malo de Flash Gordon, del Cristo Yacente a Raphael, arranca lo último de Álex de La Iglesia, premiado como director y guionista por Tarantino en Venecia. No es casualidad.El director consigue su película más impactante visualmente. Con escenas auténticamente sensacionales (el prólogo, la transformación en payaso de Carlos Areces cuando está preso, la canción en el cine, el desenlace en las alturas) y un dominio de la cámara del que pocos pueden presumir en España, se aleja a años luz de todo lo que se ha hecho este año por estos lares, en un tour de force de talento y personalidad.
Lástima que como suele pasar en todo su cine, la historia no sea redonda, y tenga demasiados altibajos sólo compensados por golpes de efecto que intentan atraer la atención sobre una trama mal desarrollada.Metáfora de una España zarandeada por dos bandos que acaban por destrozarla o catálogo de recuerdos de una época para olvidar tamizados por una indiscutible capacidad para impactar, seguro que Balada Triste de Trompeta no dejará indiferente a nadie.









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Pretendidamente preciosista, ambiciosa en sus referentes (incluso parece apuntar hacia Madame Bovary), Yo soy el amor acaba cayendo en el más espantoso de los ridículos y en un amaneramiento formal que provoca carcajadas: Desde la persecución por San Remo y el orgasmo campestre en el que los protagonistas son los insectos (!) hasta ese tremendo final con un entierro en el que se desata una tormenta que hace llorar a las estatuas (?) mientras una paloma vuela en el interior del mausoleo.




